Querido lector,
Hoy te invito a detenerte por un momento, a dejar de lado la rutina de este mundo vertiginoso, para abrir el corazón y rendir un homenaje profundo y sincero a aquellos que, con humildad y entrega, han consagrado sus vidas a la causa más noble: ser heraldos del Reino de Dios. Son nuestros misioneros, esos héroes que caminan entre nosotros, muchas veces en el anonimato, pero siempre bajo la mirada amorosa del Padre celestial.
Ellos son los que han tomado el mandato de Jesús en el Evangelio de Marcos: "Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura" (Marcos 16:15), y lo han hecho suyo con una pasión que trasciende lo humano. Porque, ¿acaso hay mayor amor que aquel que deja todo atrás para llevar la esperanza de la vida eterna? Como nos recuerda el corazón de las Escrituras: "Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna" (Juan 3:16).
Nuestros misioneros no solo han cruzado fronteras geográficas, sino también las barreras del idioma, la cultura, el sufrimiento y la desesperanza. Ellos han aprendido a hablar el lenguaje universal del amor, un amor que sana heridas invisibles, que restaura familias deshechas y que abre las puertas del corazón donde antes solo había muros. Son los pies que caminan en tierras remotas, las manos que abrazan al que sufre, los labios que susurran el nombre de Jesús en lugares donde antes solo reinaba el silencio del abandono.
¿Quién puede olvidar las historias de sacrificio y valentía que nos inspiran?
Historias de quienes han dejado sus hogares, sus sueños, sus comodidades, para servir en la obra de Dios. Han caminado por valles de incertidumbre, pero siempre con la mirada puesta en el cielo, sabiendo que su labor tiene un propósito eterno. Cada lágrima, cada oración, cada semilla plantada en el suelo de los corazones, está produciendo frutos que perdurarán por la eternidad.
A ustedes, queridos misioneros, va nuestro más profundo agradecimiento. Ustedes son el ejemplo vivo de lo que significa seguir a Cristo sin reservas. Nos enseñan, no con palabras, sino con la entrega de sus vidas, que la fe se vive y se respira cada día. Nos recuerdan que el amor de Dios no conoce límites, ni barreras, ni fronteras.
Hoy oramos con gratitud por su entrega. Con gratitud porque entendemos que ustedes son los portadores de una esperanza que trasciende este mundo, una esperanza que enciende el fuego de la fe en cada alma que tocan.
Queridos misioneros, vuestra siembra no ha sido en vano. El Señor ha visto cada paso, ha contado cada lágrima, y su promesa es segura: pronto verán la cosecha de su labor. ¡No desmayen! Sigamos adelante, confiando en que la obra que han comenzado dará fruto en su tiempo, y ese fruto será eterno.
